lunes, 4 de enero de 2016

Saúl solo ha matado a mil



El Papa Francisco recuerda en Misericordiae Vultus que paciente y misericordioso es el binomio con que habitualmente se designa a Dios en el Antiguo Testamento. La Historia se entiende como una manifestación constante de la misericordia de Dios, he ahí una auténtica fenomenología. 
Ahora bien, si prescindimos del (no siempre para todos tan evidente) plan divino, plan divino que se asume en el pensamiento que rigen los libros históricos de la Biblia, el resultado sería otro cada vez que nos enfrentáramos a la lectura de las Escrituras. Es posible que ni siquiera hubiera habido Escrituras en el sentido que las conocemos, sino tradiciones de diversa índole como los textos que a veces calificamos de "Sabiduría del Próximo Oriente Antiguo". Entre ellas habría una gran cantidad de tradiciones guerreras, si pasamos por alto el plan de Dios, o si nunca hubiera existido esa Providencia, entraríamos en un violento mundo de traiciones y matanzas sin sentido ni justificación, no tendríamos por menos que confirmar un siniestro parentesco entre los israelitas y los nibelungos. 
Triste figura es la del pobre Saúl cuando salió al encuentro de Samuel al traer de regreso las asnas de su padre. Bien lejos estaba de suponerse el ungido de Yahvé, para ser más tarde el objeto de su ira y verse desplazado por un jovencito músico lanzador de guijarros. Con enorme tristeza seguiríamos, de no estar convencidos da la existencia de un plan de Dios, su degradación personal, su hundimiento en los celos, en la envidia y el odio a sus servidores fieles, como el caso del joven David, y hasta de sus propios hijos. Esta es una tragedia que ya debería haber sido puesta por escrito. Los malos espíritus le atormentan, solo David y su música le calman, ¡lamentabilísima medicina la otorgada de manos de quien creemos nuestro enemigo!

Como rey y como guerrero Saúl no teme a nada, y por eso no vacila en un momento terrible para él en dar un desafortunado paso hacia su degradación como héroe y consultó con una nigromante en Endor: ¡entre ambos invocaron a Samuel! Nada hay de extraño, también Ulises invocó al sabio Tiresias cuando necesitaba respuestas. También Saúl necesitaba respuestas, pero Dios callaba, "Yahvé no le respondió ni por sueños, ni por los urim ni por los profetas" (I Sam. 28, 6-7). Saúl, ya perdido aunque no lo supiera, tuvo el valor de hacer evocar el espectro de un anciano que subía de la tierra, "comprendió Saúl que era Samuel". 

Atormentando por enemigos de su propia casa y por los tradicionales enemigos filisteos, Saúl implora la muerte a un amalecita, que se hace partícipe del ruego para después llevar las insignias regias a David; el segundo rey de Israel pagaría con una peculiar concepción del agradecimiento este doble favor ordenando la muerte del amalecita y entonando una sentida elegía en la que recordaba a Saúl y Jonatán, y maldecía a las montañas de Gelboé, donde había sido abatido el primer ungido de Yahvé: "Montañas de Gelboé: / ni lluvia ni rocío caiga sobre vosotras,/ ni seais campos de primicias,/ porque allí fue mancillado el escudo de los héroes" (II Sam. 1, 21). 

La monarquía casi mesiánica del segundo ungido tampoco está exenta de pequeñas manchas; pues también peca David, como bien supo Natán, pero no fueron los pecados de la carne los mayores porque también quiso saber lo que le estaba vedado: el número de las almas, y ordenó bajo inspiración maligna un censo (I Crón. 21) que no tardó en provocar el castigo de Yahvé. En fin, si Saúl murió con en el campo de batalla, aunque no fuera con las armas en la mano, el venturoso David muere de puro viejo, hecho una débil caricatura de sí mismo, apenas un desvalido pellejo de carne que tiene frío por las noches, y que sin poder vengarse de los enemigos a quienes había perdonado la vida por lealtad a la palabra real dada, tiene todavía el buen ánimo de encargar de dicha misión a su hijo Salomón, libre como estaba aún de cualquier promesa, para que las canas de sus enemigos "bajaran en sangre al Seol" (I Crón. 2, 9). 

Dentro de este mar de sangre, muerte y venganzas de estirpes guerreras, no puede negarse un toque burlón para hacer escarnio de estos ungidos y hasta de sus poderosos enemigos. A la madre de Samuel la confunden con una borracha, los filisteos que roban el arca sufren de extrañas verrugas por todo su cuerpo y sus ídolos caen misteriosamente de tal manera que son felices cuando devuelven el arca que tanto esfuerzo había costado unir al botín; el primer rey de Israel es un conductor de asnas y el segundo un joven imberbe dedicado a la música y a lanzar piedras, que se hace literalmente el loco para huir valientemente del rey Aquis, excentricidad que no debió de sorprender tanto a Saúl, que ya había profetizado completamente desnudo frente a Samuel (I Sam., 19, 24). De nada sirve a Saúl esforzarse y matar a mil , si a su rival le cantan coplas dicendo que ha matado a diez mil. Todo es frustración. Yahvé parece reírse, incluso burlarse, pero luego guarda un temible silencio, los sueños cesan, los profetas enmudecen, los urim no devuelven respuesta alguna, y el mundo queda sumido en una pugna de clanes que luchan entre sí sin piedad, sin cuartel, por una tierra que mana leche, miel.... y sangre.

Por fortuna, existe el plan divino, esa misericordia que recientemente ha evocado Francisco, que posibilita que incluso un rey, y no solo un rey sino cualquier persona atribulada, clame a Dios "desde lo más profundo de su alma" (Salm. 129) y espere el auxilio y la compañía paternal de Dios por encima del cúmulo de errores cometidos por pueblos y naciones, que siendo tragedias en su tiempo, con la distancia se vuelven comedias, aunque comunmente reciban el nombre aparentemente tan científico y respetable de "Historia".

domingo, 5 de octubre de 2014

Aureas edades de inmortal ventura



El niño y el dios

Son muchas cosas las que un niño trae al nacer, la primera de todas la esperanza. En la Antigüedad el nacimiento es siempre algo que atrae todas las miradas. Una obra ya considerada clásica, la de Eduard Norden publicada 1924 bajo el prometedor título El nacimiento del niño. Historia de una idea religiosa, muestra cuán extendida estaba esta concepción en el Mediterráneo antiguo. Los astros que comparecen el día del alumbramiento, las señales previas al nacimiento y las características físicas del niño una vez nacido. Todo ello es un mensaje del dios, y a veces es el dios mismo como muestran los relatos de la infancia de Zeus, Hermes o Dionisos.  En muchos casos el niño es peligroso para el destino de la casa reinante y por ello ha de ser muerto o abandonado a las fieras. Es el caso, entre otros muchos, de Edipo cuyo funesto nacimiento sentenciaba el final de la casa de Layo. Pese a las circunstancias por todos conocidas, Edipo está bien lejos de ser un personaje odioso y es venerado por su sabiduría y su bondad. Sufrió el decreto del rey, pero se salvó y volvió como vengador. Dionisos no sólo es un niño perseguido y amenazado de muerte, sino que él mismo es un niño dios, capaz de salvar y condenar. También Dionisos hubo de ser ocultado a toda prisa ante la inminente amenaza contra su vida. El nacimiento peligroso y la exposición en ríos o bosques con la consiguiente salvación milagrosa aparecen incluso en los cuentos populares. La profecía o el rumor aparecen bajo la forma de una revelación catoptromántica, a través de la conocida pregunta de “Espejito, espejito…”


 

En épocas de turbación y conmoción se espera el nacimiento de un niño que traiga la salvación, que devuelva el orden al universo, y aunque Virgilio para los tiempos de Augusto había anunciado en su famosa IV égloga el advenimiento de un salvador, existe en Suetonio (Vida de Augusto 94) un testimonio sorprendente. El Senado había oído que le iba a nacer un rey al pueblo romano, la profecía parecía cierta y en medio de una gran preocupación y temor se dio la orden taxativa de impedir los nacimientos. Por fortuna hubo formas de evitar el cumplimiento de tan terrible orden y Augusto nació. Fue el rey que anunciaba las profecías, porque había más de una, incluyendo aquella que mostraba a un niño de nobles facciones descendiendo del cielo. Es obvia la semejanza con el relato bíblico acerca del nacimiento de Cristo, tal y como lo ha puesto de manifiesto la investigación moderna. Una profecía, un rumor insistente sobre el nacimiento de un rey y los vanos intentos por evitarlo son los elementos recurrentes que forman parte del acervo cultural mediterráneo. El lenguaje común del mesianismo es propio de la Antigüedad y hunde sus raíces en la historia más profunda para adentrarse en las teogonías antiguas pues hasta el mismo Zeus tuvo miedo de las profecías que anunciaban el nacimiento de un dios, es decir un rey, más poderoso que él, así como antes del dios olímpico fueron Cronos y Urano.
Cristo, sin embargo, ha de ser el último niño rey nacido bajo tales circunstancias, con Él ha de cerrarse el ciclo mesiánico, la revelación asume el lenguaje de los pueblos para poder comunicarse con ellos y acto seguido los oráculos guardarán silencio, la máxima consumación de todos los siglos, como en los versos de Rubén Darío en los que la sabiduría antigua simbolizada en su particular interpretación del Centauro se completa con la presencia de la cruz, “que resplandece colgada sobre el pecho”.

domingo, 19 de enero de 2014

Medianoche en una región remota


Puede que no haya nada tan terrorífico y amenazador como la noche, reminiscencia lejana de los terrores de nuestra frágil y angustiosa existencia en las cavernas. La Noche es una de las deidades más temidas en la antigua Grecia; madre de innumerables males, entre su progenie se encuentran la Muerte, los Sueños, y las divinidades violentas que provocan matanzas, odios y desórdenes. La noche envuelve a las potencias amenazantes, de ella surgen las aves agoreras, lechuzas y cuervos; es el hogar de brujas legendarias como Mormo y Lamia. Las criaturas de la noche tienen una extraordinaria facultad para la metamorfosis, y por tanto para crear la confusión.




Los autores más racionalistas de la Antigüead abogaban por las causas naturales de las visiones tenidas en sueños o durante una vigilia larga y voluntaria. Aristóteles relacionó las visiones y los sueños proféticos con causas perfectamente naturales, con problemas con la percepción. En El tratado de la adivinación mediante el sueño, los ensueños se fundamentan en la experiencia. La ausencia de conocimiento consciente, la ausencia de voluntad, es lo que hace que se tengan sueños considerados proféticos por débiles mentales, melancólicos y extáticos. Lucrecio ( Sobre la naturaleza) plantea que la mente puede fallar: “Debilitados por la enfermedad, o sepultados por el sueño, llena de pavor nuestra mente, hasta hacernos creer que oímos y vemos cara a cara a seres que han afrontado ya la muerte y cuyos huesos abraza ya la tierra”.

Sin embargo el juicio racionalista no fue el mayoritario. Más extendida parecía estar la creencia de que los seres malignos de la noche adoptan la forma de animales malignos y dañinos, Aristófanes (Ranas) recuerda las facultades de la temible Empusa, “antes era un buey, hace un momento un mulo, y ahora es una mujer guapísima... ahora es un perro... todo su rostro resplandece de fuego”.
Nadie se expondría en solitario al peligro de la noche. Pero hay ciertas ocasiones en que es inevitable, como en el velatorio de un difunto (destinado a proteger al cadáver de ser profanado o mutilado), descrito por Apuleyo (Asno de oro) y que tiene lugar en Tesalia, región infestada de brujas, de la que el poeta Horacio menciona sus famosos sueños, terrores mágicos, milagros, brujas, fantasmas nocturnos y portentos.
Durante la guardia fúnebre, en la que queda vigilante una persona en solitario, ocurre que una de estas brujas adopta la forma de una animal dañino: “Yo me encuentro ya completamente dominado por el pánico cuando, de repente, una comadreja que se ha deslizado subrepticiamente se detiene frente a mí y fija en mí una mirada tan sumamente penetrante que el diminuto animal, con su desmedida confianza en sí mismo, consigue turbar mi espíritu”. La desdichada vigilia acaba, como es sabido, con el joven horriblemente mutilado por las brujas. 

La noche es igualmente peligrosa para los siervos de Cristo, San Atanasio cuenta en la Vida de Antonio cómo los diablos atacan de noche al santo anacoreta y adoptan también formas de animales: “Al Diablo le es fácil transformarse para hacer el mal. Y así, de noche hicieron tanto ruido que todo el lugar parecía moverse. Parecía que los demonios, como si rompieran las cuatro paredes del pequeño habitáculo, entraban a través de ellas transfigurados en imágenes de animales salvajes y de serpientes. Y al momento el lugar se llenó de imágenes de leones, osos, leopardos, toros, serpientes, víboras, escorpiones y lobos”.

La Noche atemorizaba al mismo Zeus, y el propio Cristo tuvo que experimentar el máximo terror de su existencia humana durante la noche en Getsemaní. Solo y envuelto en la noche “suda gotas de sangre” pregunta a sus discípulos “¿por qué dormís?” para no obtener respuesta, tan sólo la certeza de “que ha llegado mi hora”. Sacerdotes, adivinos, profetas, artistas y psiquiatras han sido los involuntarios siervos de la noche. Los antiguos miedos infantiles continúan en las pesadillas del adulto al igual que el terror primitivo continúa en las zonas de sombra de la civilización moderna. La noche es la región romántica por excelencia, el surrealismo y el psicoanálisis verán en la angustia del sueño la fuente del verdadero conocimiento. El sueño, la noche y sus símbolos continúan enviando también hoy oráculos desde sus remotas regiones situadas en las profundidades insondables que hay bajo los párpados.