domingo, 5 de octubre de 2014

Aureas edades de inmortal ventura



El niño y el dios

Son muchas cosas las que un niño trae al nacer, la primera de todas la esperanza. En la Antigüedad el nacimiento es siempre algo que atrae todas las miradas. Una obra ya considerada clásica, la de Eduard Norden publicada 1924 bajo el prometedor título El nacimiento del niño. Historia de una idea religiosa, muestra cuán extendida estaba esta concepción en el Mediterráneo antiguo. Los astros que comparecen el día del alumbramiento, las señales previas al nacimiento y las características físicas del niño una vez nacido. Todo ello es un mensaje del dios, y a veces es el dios mismo como muestran los relatos de la infancia de Zeus, Hermes o Dionisos.  En muchos casos el niño es peligroso para el destino de la casa reinante y por ello ha de ser muerto o abandonado a las fieras. Es el caso, entre otros muchos, de Edipo cuyo funesto nacimiento sentenciaba el final de la casa de Layo. Pese a las circunstancias por todos conocidas, Edipo está bien lejos de ser un personaje odioso y es venerado por su sabiduría y su bondad. Sufrió el decreto del rey, pero se salvó y volvió como vengador. Dionisos no sólo es un niño perseguido y amenazado de muerte, sino que él mismo es un niño dios, capaz de salvar y condenar. También Dionisos hubo de ser ocultado a toda prisa ante la inminente amenaza contra su vida. El nacimiento peligroso y la exposición en ríos o bosques con la consiguiente salvación milagrosa aparecen incluso en los cuentos populares. La profecía o el rumor aparecen bajo la forma de una revelación catoptromántica, a través de la conocida pregunta de “Espejito, espejito…”


 

En épocas de turbación y conmoción se espera el nacimiento de un niño que traiga la salvación, que devuelva el orden al universo, y aunque Virgilio para los tiempos de Augusto había anunciado en su famosa IV égloga el advenimiento de un salvador, existe en Suetonio (Vida de Augusto 94) un testimonio sorprendente. El Senado había oído que le iba a nacer un rey al pueblo romano, la profecía parecía cierta y en medio de una gran preocupación y temor se dio la orden taxativa de impedir los nacimientos. Por fortuna hubo formas de evitar el cumplimiento de tan terrible orden y Augusto nació. Fue el rey que anunciaba las profecías, porque había más de una, incluyendo aquella que mostraba a un niño de nobles facciones descendiendo del cielo. Es obvia la semejanza con el relato bíblico acerca del nacimiento de Cristo, tal y como lo ha puesto de manifiesto la investigación moderna. Una profecía, un rumor insistente sobre el nacimiento de un rey y los vanos intentos por evitarlo son los elementos recurrentes que forman parte del acervo cultural mediterráneo. El lenguaje común del mesianismo es propio de la Antigüedad y hunde sus raíces en la historia más profunda para adentrarse en las teogonías antiguas pues hasta el mismo Zeus tuvo miedo de las profecías que anunciaban el nacimiento de un dios, es decir un rey, más poderoso que él, así como antes del dios olímpico fueron Cronos y Urano.
Cristo, sin embargo, ha de ser el último niño rey nacido bajo tales circunstancias, con Él ha de cerrarse el ciclo mesiánico, la revelación asume el lenguaje de los pueblos para poder comunicarse con ellos y acto seguido los oráculos guardarán silencio, la máxima consumación de todos los siglos, como en los versos de Rubén Darío en los que la sabiduría antigua simbolizada en su particular interpretación del Centauro se completa con la presencia de la cruz, “que resplandece colgada sobre el pecho”.

domingo, 19 de enero de 2014

Medianoche en una región remota


Puede que no haya nada tan terrorífico y amenazador como la noche, reminiscencia lejana de los terrores de nuestra frágil y angustiosa existencia en las cavernas. La Noche es una de las deidades más temidas en la antigua Grecia; madre de innumerables males, entre su progenie se encuentran la Muerte, los Sueños, y las divinidades violentas que provocan matanzas, odios y desórdenes. La noche envuelve a las potencias amenazantes, de ella surgen las aves agoreras, lechuzas y cuervos; es el hogar de brujas legendarias como Mormo y Lamia. Las criaturas de la noche tienen una extraordinaria facultad para la metamorfosis, y por tanto para crear la confusión.




Los autores más racionalistas de la Antigüead abogaban por las causas naturales de las visiones tenidas en sueños o durante una vigilia larga y voluntaria. Aristóteles relacionó las visiones y los sueños proféticos con causas perfectamente naturales, con problemas con la percepción. En El tratado de la adivinación mediante el sueño, los ensueños se fundamentan en la experiencia. La ausencia de conocimiento consciente, la ausencia de voluntad, es lo que hace que se tengan sueños considerados proféticos por débiles mentales, melancólicos y extáticos. Lucrecio ( Sobre la naturaleza) plantea que la mente puede fallar: “Debilitados por la enfermedad, o sepultados por el sueño, llena de pavor nuestra mente, hasta hacernos creer que oímos y vemos cara a cara a seres que han afrontado ya la muerte y cuyos huesos abraza ya la tierra”.

Sin embargo el juicio racionalista no fue el mayoritario. Más extendida parecía estar la creencia de que los seres malignos de la noche adoptan la forma de animales malignos y dañinos, Aristófanes (Ranas) recuerda las facultades de la temible Empusa, “antes era un buey, hace un momento un mulo, y ahora es una mujer guapísima... ahora es un perro... todo su rostro resplandece de fuego”.
Nadie se expondría en solitario al peligro de la noche. Pero hay ciertas ocasiones en que es inevitable, como en el velatorio de un difunto (destinado a proteger al cadáver de ser profanado o mutilado), descrito por Apuleyo (Asno de oro) y que tiene lugar en Tesalia, región infestada de brujas, de la que el poeta Horacio menciona sus famosos sueños, terrores mágicos, milagros, brujas, fantasmas nocturnos y portentos.
Durante la guardia fúnebre, en la que queda vigilante una persona en solitario, ocurre que una de estas brujas adopta la forma de una animal dañino: “Yo me encuentro ya completamente dominado por el pánico cuando, de repente, una comadreja que se ha deslizado subrepticiamente se detiene frente a mí y fija en mí una mirada tan sumamente penetrante que el diminuto animal, con su desmedida confianza en sí mismo, consigue turbar mi espíritu”. La desdichada vigilia acaba, como es sabido, con el joven horriblemente mutilado por las brujas. 

La noche es igualmente peligrosa para los siervos de Cristo, San Atanasio cuenta en la Vida de Antonio cómo los diablos atacan de noche al santo anacoreta y adoptan también formas de animales: “Al Diablo le es fácil transformarse para hacer el mal. Y así, de noche hicieron tanto ruido que todo el lugar parecía moverse. Parecía que los demonios, como si rompieran las cuatro paredes del pequeño habitáculo, entraban a través de ellas transfigurados en imágenes de animales salvajes y de serpientes. Y al momento el lugar se llenó de imágenes de leones, osos, leopardos, toros, serpientes, víboras, escorpiones y lobos”.

La Noche atemorizaba al mismo Zeus, y el propio Cristo tuvo que experimentar el máximo terror de su existencia humana durante la noche en Getsemaní. Solo y envuelto en la noche “suda gotas de sangre” pregunta a sus discípulos “¿por qué dormís?” para no obtener respuesta, tan sólo la certeza de “que ha llegado mi hora”. Sacerdotes, adivinos, profetas, artistas y psiquiatras han sido los involuntarios siervos de la noche. Los antiguos miedos infantiles continúan en las pesadillas del adulto al igual que el terror primitivo continúa en las zonas de sombra de la civilización moderna. La noche es la región romántica por excelencia, el surrealismo y el psicoanálisis verán en la angustia del sueño la fuente del verdadero conocimiento. El sueño, la noche y sus símbolos continúan enviando también hoy oráculos desde sus remotas regiones situadas en las profundidades insondables que hay bajo los párpados.