El niño y el dios
Son muchas cosas las que un niño
trae al nacer, la primera de todas la esperanza. En la Antigüedad el nacimiento
es siempre algo que atrae todas las miradas. Una obra ya considerada clásica,
la de Eduard Norden publicada 1924 bajo el prometedor título El nacimiento del niño. Historia de una idea
religiosa, muestra cuán extendida estaba esta concepción en el Mediterráneo
antiguo. Los astros que comparecen el día del alumbramiento, las señales previas
al nacimiento y las características físicas del niño una vez nacido. Todo ello
es un mensaje del dios, y a veces es el dios mismo como muestran los relatos de
la infancia de Zeus, Hermes o Dionisos. En muchos casos el niño es peligroso para el
destino de la casa reinante y por ello ha de ser muerto o abandonado a las
fieras. Es el caso, entre otros muchos, de Edipo cuyo funesto nacimiento
sentenciaba el final de la casa de Layo. Pese a las circunstancias por todos
conocidas, Edipo está bien lejos de ser un personaje odioso y es venerado por
su sabiduría y su bondad. Sufrió el decreto del rey, pero se salvó y volvió
como vengador. Dionisos no sólo es un niño perseguido y amenazado de muerte,
sino que él mismo es un niño dios, capaz de salvar y condenar. También Dionisos
hubo de ser ocultado a toda prisa ante la inminente amenaza contra su vida. El
nacimiento peligroso y la exposición en ríos o bosques con la consiguiente
salvación milagrosa aparecen incluso en los cuentos populares. La profecía o el
rumor aparecen bajo la forma de una revelación catoptromántica, a través de la
conocida pregunta de “Espejito, espejito…”
En épocas de turbación y
conmoción se espera el nacimiento de un niño que traiga la salvación, que
devuelva el orden al universo, y aunque Virgilio para los tiempos de Augusto había
anunciado en su famosa IV égloga el advenimiento de un salvador, existe en Suetonio
(Vida de Augusto 94) un testimonio sorprendente.
El Senado había oído que le iba a nacer un rey al pueblo romano, la profecía
parecía cierta y en medio de una gran preocupación y temor se dio la orden
taxativa de impedir los nacimientos. Por fortuna hubo formas de evitar el
cumplimiento de tan terrible orden y Augusto nació. Fue el rey que anunciaba las
profecías, porque había más de una, incluyendo aquella que mostraba a un niño
de nobles facciones descendiendo del cielo. Es obvia la semejanza con el relato
bíblico acerca del nacimiento de Cristo, tal y como lo ha puesto de manifiesto
la investigación moderna. Una profecía, un rumor insistente sobre el nacimiento
de un rey y los vanos intentos por evitarlo son los elementos recurrentes que
forman parte del acervo cultural mediterráneo. El lenguaje común del mesianismo
es propio de la Antigüedad y hunde sus raíces en la historia más profunda para
adentrarse en las teogonías antiguas pues hasta el mismo Zeus tuvo miedo de las
profecías que anunciaban el nacimiento de un dios, es decir un rey, más
poderoso que él, así como antes del dios olímpico fueron Cronos y Urano.
Cristo, sin embargo, ha de ser el
último niño rey nacido bajo tales circunstancias, con Él ha de cerrarse el
ciclo mesiánico, la revelación asume el lenguaje de los pueblos para poder
comunicarse con ellos y acto seguido los oráculos guardarán silencio, la máxima
consumación de todos los siglos, como en los versos de Rubén Darío en los que
la sabiduría antigua simbolizada en su particular interpretación del Centauro
se completa con la presencia de la cruz, “que resplandece colgada sobre el
pecho”.